En aquel convento las cosas ya no eran convencionales. Acostumbradas a la vida calmada y de oración, las monjas mayores no podían entender aquel barullo que se organizaba por cualquier nimiedad desde que llegaron las novicias. Hacía años que no entraba la vocación en aquella residencia y esta circunstancia había ido alejándolas del mundo real.
Las pocas personas que traspasaban el gran portalón de la entrada tenían la sensación de haber dado un salto en el tiempo al pisar las blanquísimas baldosas del amplio e inmaculado recibidor.
Aquella tarde, eso fue lo que Ella sintió. ¡Qué día llevaba! La habían citado a primera hora de la tarde en un pueblo alejado de la ciudad, para una reunión de viejas glorias desinhibidas que querían divertirse a costa de los nuevos inventos que nunca probarían. Salió de esa casa agotada y descompuesta. Además de inacabables preguntas, las locas ancianas le habían revuelto toda la maleta tocándolo todo. ¡Sobaban más que tocar! –suspiraba con cierto asco. Todo el rato que estuvo allí, un rebufo de desagrado le hizo mantener las distancias; tenía la sensación de estar en un patio de colegio revolucionado ¡Qué incansables las abuelitas!
Con lo pies destrozados por los altos tacones de pincho y el cuerpo remetido en una faja que la estaba matando (-lo que hay que hacer para parecer sugerente- se lamentaba), enfiló la calle hacia el coche arrastrando la condenada maleta. -¡Menos mal que no todas las reuniones son así!- sonrió, -la mayoría son muy divertidas y la gente escucha interesada y divertida los pormenores de cada artilugio. ¡Una se siente útil y válida, caramba!-.
Ya en la carretera, al girar en una curva, el coche casi se salió del asfalto con un petardeo, se paró y comenzó a salir humo del capó. Consternada pensando en su nulidad manifiesta como mecánico Ella salió del coche y miró las entrañas del motor. Bueno, y ahora, ¿qué?- se preguntó, y como si la hubiera oído, el teléfono móvil emitió un pitido: “fuera de cobertura”. La desesperación hizo acto de presencia -¡Hoy no es mi día!- se lamentó en voz alta. Miró al cielo: -se está haciendo de noche-. Giró a su alrededor: campos. Con un suspiro de alivio, vio a relativamente poca distancia una parcela amurallada con un gran portalón y más allá del muro un vetusto edificio con un tejado coronado por una cruz. -Debe ser una abadía o similar- pensó confortada.
Después de haber reventado los tacones y arrastrado la maleta, cuyas ruedas no estaban preparadas para una carrera por el asfalto. -¡No podía dejarla en el coche, con lo caro que es el material de venta!-, consiguió llegar a la puerta toda sudorosa y con síntomas de extenuación. No había ningún timbre. Al tirar de la cuerda que asomaba por un orificio de la puerta se escuchó en la lejanía una campana. Pasados unos eternos minutos la puerta se abrió y apareció una monja joven con una túnica blanca y mascando sonoramente un chicle con la boca abierta. -¡Desde luego, el hábito no hace al monje!- pensó Ella observando discretamente aquellos ademanes tan poco monjiles.
-Buenas tardes, hermana- le sonrió apurada
-Pasa, tía, pasa. ¿Qué se te ha perdido por aquí?- preguntó la monja sin asomo de la candidez que esperaba encontrar en una religiosa, pero con simpatía.
Con ligero tartamudeo producido por el descuadre de estilos de la monja, Ella le explicó su periplo y preguntó por un teléfono.
-¿Teléfono?, jajaja! Aquí aun no ha llegado ni la palabra!- carcajeó la monja – Mira nena, ahora si quieres, vamos a hablar con “la super” a ver si te deja dormir aquí y mañana cuando venga Gustavito el panadero, pues te vas con él-.
Asumir de golpe que una estaba en medio de la nada, incomunicada del mundo exterior no era tarea fácil, pero no había alternativa. Accedió.
Al llegar al claustro se le acercaron otras novicias con el mismo desparpajo que la primera y le empezaron a preguntar por las novedades discográficas y los últimos chismes de los famosos, mientras avisaban a la madre superiora.
De repente se escuchó un clac seco, tipo taconazo, y se hizo el silencio. Ante Ella apareció un grupo de monjas encorvadas y arrugadas, vestidas de negro riguroso. Sus caras pálidas destacaban fantasmagóricas sobre la toca negra. -¡Qué poco se parecen a las abuelas de antes!- comparó Ella sin querer. La que iba a la cabeza del grupo habló:
-Señorita, me han explicado su situación y debido a la hora, si lo desea, cenará usted con nosotras y le acondicionaremos una celda. Al alba Gustavo el panadero la podrá llevar hasta el pueblo. Mientras tanto, le ruego respete la regla de orden y silencio de esta casa.
-¡P-por supuesto!- Atinó Ella a decir con un tono un tanto estridente, incapaz de modular la voz con tantos nervios –Muchas gracias, hermana- continuó ya en un tono más acorde.
-Sor Vanessa- la madre superiora se dirigió entonces a la novicia que le había abierto la puerta – acompañe a la señorita a su celda y ayúdela con la maleta-.
Sor Vanessa, que no había abandonado el chicle, agarró la maleta, se la cargó en brazos y empezó a subir las escaleras que rodeaban el claustro. Ella la siguió.
La superiora y su séquito desaparecieron y las novicias alborozadas volvieron a rodearla hablando, interrumpiéndose unas a otras. Formaban un enjambre apretado y en uno de los escalones, Ella dio un traspié y se cayó arrastrando a Vanessa, quien a su vez soltó la maleta para no darse de narices contra el suelo. La maleta dio dos tumbos y con el último golpe saltó el cierre y se abrió, desparramándose todo el contenido escaleras abajo.
-¡Ooooohhh!- un grito de asombro generalizado invadió aquellas paredes virginales. Las novicias se lanzaron a ver esos objetos con más curiosidad que cautela. Ella se había quedado inmóvil y agarrotada, los dedos entre los dientes –¡madre mía, la que se va a armar!- pensó horrorizada -¿por qué no habré sido una vendedora de peines o de pomada para varices?-
En dos minutos el claustro era una feria. Las novicias mostrando su entusiasmo ruidosamente abrían las cajas de los globitos de colores, se embadurnaban con los perfumes excitantes y las cremas de olores exóticos. Alguna se había puesto una braga estampado-pantera sobre la cabeza, y otras no dudaban en mordisquear prendas con la etiqueta “comestible”, utensilios enigmáticos rodaban por doquier… Pero enseguida la atención se centró en un objeto contundente un tanto particular y llamativo que se agitaba al tocarlo. Una de ellas lo cogió por el mango mostrando inmediatamente su agrado, lo que provocó que las demás también quisieran probarlo. Y empezó la contienda.
La algarabía de risas y chillidos atrajo a la superiora y a su corte de monjas encorvadas y arrugadas. Sus ojos no daban crédito al espectáculo disoluto que se estaba desarrollando en su sagrado claustro: Las novicias en pelotón revolcándose unas encima de otras, sin toca la mayoría y medio desmoñadas, gritaban embrutecidas. Sus semblantes sofocados y sudorosos dejaban ver un deseo mucho tiempo aletargado… y entremedio del revoltijo saltaba de mano en mano esa cosa vibrante de color rosa intenso con destellos resplandecientes.
Ella, sentada en un escalón a cierta distancia, estaba tan alucinada como la superiora -¡Esto si que no me lo hubiera podido imaginar en toda mi carrera profesional de vendedora!- Su pánico inicial se había transformado en un auténtico divertimento al ver el éxito arrasador de su maleta entre las novicias del convento...
Epílogo
- Sor Vanessa y algunas de las novicias se replantearon su vocación y pasaron a ser alumnas aventajadas de Ella.
- Otras novicias se quedaron en el convento, aisladas del mundo, exceptuando a Gustavito el panadero que les sigue llevando el pan sin demora, cada madrugada.
- “La super” dejó de hacer acto de presencia, delegó su cargo en otra monja y se retiró a meditar en su celda.
- Ella pudo recuperar la mayoría de sus artículos, pero lo que nunca apareció fue ese objeto vibrante de color rosa intenso y con destellos resplandecientes.